Como apuntábamos en la entrada anterior, las Meditaciones de Marco Aurelio constituyen un ejemplo de ejercicio espiritual orientado a disciplinar el juicio, la acción y el deseo, con el fin de lograr una transformación de sí mismo.

¿Qué significa disciplinar el consentimiento? En primer lugar debemos esclarecer a qué nos referimos por “consentimiento”. Para ello, debemos recordar, de nuestra entrada anterior, que el hombre se forma representaciones (phantasiai) a partir de las afecciones del mundo exterior sobre sus sentidos.

La representación (phantasia) presenta un doble aspecto en el estoicismo de Marco Aurelio. Por un lado sustituye al objeto que es percibido por la sensación y al cual sustituye. Así, cuando percibimos un árbol real, nos formamos internamente una imagen de dicho árbol, que puede sustituir al árbol real cuando pensamos, recordamos o soñamos con dicho árbol.

Pero la representación también supone una modificación (pathos) del alma, bajo la acción del objeto exterior. El árbol real percibido, a través de la imagen que nos formamos del mismo, afecta y modifica nuestra alma, por ejemplo, cuando nos emociona por su belleza, o nos impresiona por su magnitud, etc.

Este segundo aspecto de la representación, es más evidente, cuando el objeto de la representación es una situación. Imaginemos la representación cuyo objeto está constituido por las palabras que un compañero de trabajo nos profiere, en un tono inusualmente alto y malhumorado. La representación que formamos a partir de la percepción sensorial de dichas palabras afectará al alma, por ejemplo, generando en nosotros resentimiento, o enfado.

En torno a la representación que nos formamos de algo exterior, surge así una especie de “discurso interior”, consistente en las frases o proposiciones vividas internamente, y con las que acompañamos la representación. Siguiendo con el ejemplo anterior, la representación del compañero de trabajo gritándonos de manera inusualmente agria, podría fácilmente ir acompañada de un discurso interior en el que emitimos internamente un juicio peyorativo sobre su comportamiento, o en el que se sostiene la proposición de que su comportamiento responde a la envidia que me tiene, etc.

Una tesis central del estoicismo sería que dicho discurso interior es una actividad de la parte directriz o principio rector (hegemonikón) del alma y, por tanto, lejos de constituir un fenómeno dado ante el que me encuentro impotente, puedo ejercer un dominio del mismo, desde mi yo más íntimo.

Es en este sentido, en el que el estoicismo habla de “representación adecuada” (phantasia kataleptiké), para referir aquella representación que responde exactamente a la realidad, sin generar en nosotros un discurso interior, más allá del puramente descriptivo, y exento de todo juicio de valor.

Desde este punto de vista, y siguiendo con nuestro ejemplo, la representación adecuada de las palabras fuera de tono de nuestro compañero de trabajo, consistiría en describir el tono y contenido de las mismas en términos objetivos, sin valorar o añadir opiniones, juicios o hipótesis sobre las razones o motivaciones que podrían subyacer a sus palabras, y sin acompañar la imagen de las mismas, con un estado anímico de enfado o indignación por mi parte.

La idea relevante es que, para el estoico, yo soy libre de elaborar ese discurso interior de manera “adecuada”, es decir, objetiva. Esto significa que las cosas son, respecto a mí, realmente “exteriores”, en el sentido de que no pueden afectarme si yo domino el discurso interior que acompaña las imágenes que formo de las mismas.

En otras palabras, mi principio rector, por medio de su acción libre, conforma mediante el dominio del discurso interior una especie de “ciudadela interior” invulnerable a las cosas exterior.

Sólo el principio rector concede o niega su consentimiento al discurso interior que enuncia lo que es el objeto representado. Continuando con nuestro ejemplo, sólo mi principio rector tiene la libertad y capacidad de no consentir que las palabras altisonantes de mi compañero de trabajo, sean interpretadas como una ofensa, o como una manifestación de envidia, o un reproche por una acción mía pasada.

Pierre Hadot resume este punto de manera sumamente clarificadora:

La frontera que las cosas no pueden franquear es el límite de lo que llamaremos […] la “ciudadela interior”, el reducto inviolable de libertad. Las cosas no pueden penetrar en esta ciudadela, no pueden producir el discurso que desarrollamos respecto a las cosas, la interpretación que damos del mundo y de los acontecimientos. (p. 195)1

Marco Aurelio, con su estilo en ocasiones lacónico y lapidario, resume lo esencial de forma aún más sintética:

Las cosas por sí solas no tocan en absoluto el alma ni tienen acceso a ella ni pueden girarla ni moverla. Tan solo ella se gira y se mueve a sí misma, y hace que las cosas sometidas a ella sean semejantes a los juicios que estime dignos de sí. (V, 19)2

La disciplina del consentimiento, tal como la hemos expuesto, está estrechamente ligada la doctrina estoica de los males. Esta doctrina está compuesta, según Hadot, por dos tesis fundamentales.

  1. No hay otro bien que el bien moral, y no hay otro mal que el mal moral.
  2. Lo que no es moral, lo que no depende de nuestra elección, de nuestra libertad, de nuestro juicio, es indiferente y no debe turbarnos.

La segunda tesis ya fue apuntada en la entrada anterior, y ahora me gustaría explicar un poco más la primera de las tesis, pues tiene a mi modo de ver un carácter más fundamental, y originario respecto de la segunda.

Creo que para comprender la citada tesis, podríamos sustituir el término “moral” por “libremente escogido”. De este modo, la tesis diría que no hay otro bien que el bien “libremente escogido”, y no hay otro mal que aquel “libremente escogido”. Esta sustitución terminológica creo que permite acceder mejor a la intuición que subyace a la tesis estoica, y que no es otra que la idea de que sólo aquello que está en mi mano hacer puede ser susceptible de una valoración moral, y en general de una valoración por parte de mí mismo (negativa o positiva). En consecuencia, aquello que no está en mi ámbito de libertad, y que me viene completamente dado, no puede ser objeto de valores (positivos o negativos), sino que tan sólo puede constatarse su realidad misma.

Podríamos pensar que el acontecimiento de un terremoto con toda la destrucción que implica es algo negativo, aunque se trate de un acontecimiento natural sobre el que nada puedo hacer. Para el estoico, la “representación adecuada” del terremoto constatará de manera objetiva su realidad y consecuencias, pero no se acompañaría de valoraciones que pudieran turbar nuestra “ciudadela interior”. Sin embargo, mi acción libremente escogida de ayudar o de denegar ayuda a un afectado por ese fenómeno natural, sí es constitutiva de una valor positivo o negativo, por cuanto en mi mano está llevarla a cabo o no.

Me atrevería a decir que el estoicismo constituye un dispositivo economizador de la energía de la persona, orientado a que dicha energía se focalice en las acciones y fenómenos que, como diría Epicteto, dependen de nosotros, dejando de desperdiciar energía con valoraciones y juicios sobre aquellos fenómenos que pertenecen al orden natural de las cosas.

En la disciplina del consentimiento tal como la he expuesto hasta ahora, puede apreciarse en mi opinión la influencia de la tradición socrática, a la que me referí en la entrada anterior. Esto se ve, siguiendo a Pierre Hadot, en el hecho de que para el estoico, a diferencia de Platón, no hay oposición entre una parte racional del alma, buena en sí misma, y una parte irracional, que sería mala. Por el contrario, la disciplina estoica del consentimiento implicaría que el alma se encuentra en la verdad o en el error por su propio juicio y por su propia decisión, y por tanto, sólo mediante el conocimiento o desconocimiento de las cosas, puede el alma modificarse a sí misma. Esta idea presenta muchas semejanzas con la idea socrática de que nadie hace mal voluntariamente, sino como consecuencia de su ignorancia. En efecto, para el estoico, es un juicio errado, una representación no adecuada de las cosas, lo que subyace en muchas ocasiones a la acción moralmente mala.

Todo lo señalado hasta el momento, ofrece una imagen del estoico, como de alguien invulnerable, blindado en su “ciudadela interior” frente al efecto de las cosas exteriores a sí mismo. En ocasiones, este invulnerabilidad que parece propugnar el estoicismo ha permitido calificar el estoico como alguien “insensible”, pero Hadot es tajante cuando afirma que «el sabio estoico dista mucho de ser insensible» (p. 209). Hadot sostiene que mediante la disciplina del consentimiento, el estoico establece una frontera entre las emociones sensibles y la libertad del juicio, pero dicha frontera no impediría que el principio rector perciba todo lo que pasa en el cuerpo, y por tanto, no sería cierta la imagen del estoico como alguien insensible.

Quisiera finalizar esta entrada, haciéndome eco de la metáfora de los círculos con la que Hadot viene a sintetizar el espíritu del estoicismo en tanto que disciplina del consentimiento. Hadot ve el estoicismo como un ejercicio de “delimitación del yo” consistente en discriminar qué es auténticamente el yo, mi libertad, mi “ciudadela interior”, mi “principio rector”, y qué es “lo otro” que no soy yo. Para ello, concibe el yo como un núcleo o reducto en el que reside mi “yo” entendido como fuente de decisión, alrededor del cual se constatan capas o círculos que envuelven a dicho yo, pero sin confundirse con él. Tal sería el caso del círculo compuesto por “los otros”, por el pasado y el porvernir, por el campo de las emociones involuntarias que resultan de las impresiones que reciben el cuerpo y el alma, y el curso de los acontecimientos. Todos ellos son círculos que envuelven al yo, pero cuya exterioridad y ajenidad al yo se hace más patente cuanto mayor sea el ejercicio de delimitación del yo en que consiste la disciplina estoica del consentimiento.

Finalizo citando en extenso a Marco Aurelio, quien resume magistralmente lo dicho, en el libro VIII de sus Meditaciones:

Ten presente que el guía interior llega a ser inexpugnable, siempre que, concentrado en sí mismo, se conforme absteniéndose de hacer lo que no quiere, aunque se oponga sin razón. ¿Qué, pues, ocurrirá, cuando reflexiva y atentamente formule algún juicio?. Por esta razón, la inteligencia libre de pasiones es una ciudadela. Porque el hombre no dispone de ningún reducto más fortificado en el que pueda refugiarse y ser en adelante imposible de expugnar. En consecuencia, el que no se ha dado cuenta de eso es un ignorante; pero quien se dado cuenta y no se refugia en ella es un desdichado. (VIII, 48)

  1. Hadot, Pierre (2019). La ciudadela interior. Barcelona, España: Alpha Decay.
  2. Marco Aurelio (2019). Meditaciones. Barcelona, España: Gredos.

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