Con la presente entrada comienzo una serie de artículos en los que pretendo llevar a cabo una aproximación al estoicismo, y fundamentalmente a las Meditaciones1 de Marco Aurelio (121-180 d.C), tomando como hilo conductor la iluminadora obra del helenista y filósofo francés Pierre Hadot, titulada La ciudadela interior2.

La actual proliferación de libros y obras que abordan desde diferentes perspectivas el estoicismo, muestran un creciente interés por las enseñanzas de esta tradición filosófica.

Sin cuestionar el indudable valor de muchas de dichas obras considero, no obstante, que resulta acuciante, como tantas veces en filosofía, volver a las fuentes mismas. En este sentido, la lectura de las Meditaciones de Marco Aurelio ofrece una oportunidad de conocer una versión de la filosofía estoica desarrollada en la última de las tres fases en que la historiografía suele dividir el estoicismo.

Afrontar la lectura de las Meditaciones implica enfrentarse a los problemas propios de la distancia temporal que separa el mundo de Marco Aurelio del nuestro. Pero por encima de dicha distancia temporal que, por otro lado, es común a la lectura de cualquier texto clásico de la tradición filosófica, las Meditaciones suponen un reto hermenéutico adicional debido al singular carácter del estilo y finalidad de las reflexiones de Marco Aurelio. Es por ello, que la erudición y brillantez expositiva de Pierre Hadot contribuyen a un mayor provecho de la lectura de las Meditaciones y, en consecuencia, adoptaré su libro La ciudadela interior cómo brújula en nuestro modesto periplo por el estoicismo de Marco Aurelio.

Claves interpretativas

Hadot señala que el motivo que subyace a muchas obras de filosofía antigua, es un motivo de carácter pedagógico, psicagógico o metodológico. En el caso de los estoicos, y de Marco Aurelio en particular, las anotaciones y reflexiones (hypomnémata) recogidas en su obra responden de manera fundamental a una finalidad psicagógica, es decir, buscan asimilar una serie de principios generales (dogmata) con los que conducir su propia vida o alma (pshyché). En este sentido, las Meditaciones son un texto que Marco Aurelio escribe para sí mismo, y que respondería a un diálogo del autor consigo mismo o, más precisamente, un diálogo de su yo psicológico con lo que los estoicos denominan Razón universal (logos), que todos los hombres comparten entre sí y con el conjunto de la Naturaleza, y que representa la manifestación del yo verdadero.

Marco Aurelio no sería, en este sentido, una excepción, pues tal como señala Hadot, «un filósofo en la Antigüedad no es necesariamente, como se tiende a pensar demasiado a menudo, un teórico de la filosofía. Un filósofo, en la Antigüedad, es alguien que vive como un filósofo, que lleva una vida filosófica» (p. 37)3.

Las Meditaciones constituirían, por tanto, una “terapéutica de la palabra”, mediante la que Marco Aurelio se ejercita en la labor de transformación de sí mismo. Esta terapéutica no es indiferente el estilo retórico utilizado. Por el contrario, el estilo y formas retóricas empleadas inciden de manera clara en el efecto que la lectura y repetición de las reflexiones de Marco Aurelio generan sobre sí mismo. La búsqueda de un impacto notable sobre sí mismo, explicaría, de este modo, el recurso a frases lapidarias o sentencias cortas, alejadas de toda disquisición y estilo argumentativo propios de otros textos filosóficos.

Al estilo y finalidad de las Meditaciones no resultarían ajenas las circunstancias personales que Marco Aurelio vivió durante las campañas militares del Danubio. En este sentido, y ante una mayor conciencia del inminente peligro de muerte, Hadot supone que Marco Aurelio modificó su actividad literaria, abandonando la lectura y las anotaciones elaboradas por mera curiosidad intelectual, sustituyéndolas por una escritura que buscaba influenciarse a sí mismo. Apoyarían esta interpretación algunos pasajes de las Meditaciones en los que queda reflejada esa actitud práctica, por oposición a la actividad intelectual teórica:

No vagabundees más. Porque ni vas a leer tus memorias, ni tampoco las gestas de los romanos antiguos y griegos, ni las selecciones de escritos que reservabas para tu vejez. Apresúrate, pues, al fin, y renuncia a las vanas esperanzas y acude en tu propia ayuda, si es que algo de ti mismo te importa, mientras te queda esa posibilidad. (III, 14)4

Sean suficientes para ti estas reflexiones, si son principios básicos. Aparta tu sed de libros, para no morir gruñendo, sino verdaderamente resignado y agradecido de corazón a los dioses. (II, 3)

Ejercicios espirituales

Las consideraciones anteriores se resumen en la afirmación de que las Meditaciones consisten en lo que Hadot denomina “ejercicios espirituales”, es decir, técnicas de ejercitación del espíritu que tienen como finalidad modificar la forma de vivir del filósofo.

El trabajo de ejercitación espiritual de las Meditaciones responde a tres reglas básicas que se recogen en el libro VII:

Por doquier y de continuo de ti depende estar piadosamente satisfecho con la presente coyuntura, comportarte con justicia con los hombres presentes y poner todo tu arte al servicio de la impresión presente, a fin de que nada se infiltre en ti de manera imperceptible. (VII, 54)

Es decir, el hombre habrá de ejercitarse en el seguimiento de tres reglas de vida: actuar con justicia al servicio de los demás; aceptar con serenidad los acontecimientos que no dependen de él; y pensar con rectitud y verdad.

Estas reglas se expresan por medio de principios universales (dogmata), que se recogen a lo largo de las Meditaciones, y que para resultar efectivos en el trabajo de ejercitación espiritual, han de ser revividos y hechos presentes en cada momento. Ello conlleva su reiteración con diferente redacción y formas retóricas a lo largo del texto.

A título de ejemplo, el principio fundamental del estoicismo consistente en que sólo lo que depende de nosotros puede estar bien o mal, y nuestro juicio y consentimiento dependen de nosotros, se reitera a lo largo de las Meditaciones tomando diferente forma en los siguientes dogmas:

  • No puede haber otro mal y turbación para nosotros que en nuestro propio juicio (IV, 3; XI, 18).
  • El hombre es el autor de su propia turbación (IV, 26).
  • Todo es cosa del juicio (XII, 8; XII, 22, XII, 26).
  • El intelecto es independiente del cuerpo (IV, 3).
  • Las cosas no nos ocurren para turbarnos (IV, 3).

En el contexto de los ejercicios espirituales, los dogmas no son reglas para repetir mecánicamente sino que deben ser convertidas «… en una toma de conciencia, en intuiciones, emociones y experiencias morales que poseen la intensidad de una experiencia mística, de una visión» (p. 112). Pero esta intensidad espiritual y afectiva corre el riesgo de disiparse rápidamente, y por ello es necesario reformular y reiterar los dogmas una y otra vez.

Actividades del alma, reglas de vida y virtudes

Marco Aurelio y, antes de él, Epicteto, distinguían tres virtudes: verdad, justicia y templanza. Cada una de estas virtudes representan el nivel máximo de excelencia al que tienden las tres reglas de vida a que nos referimos más arriba: pensar con rectitud y verdad; actuar con justicia al servicio de los demás; y aceptar con serenidad los acontecimientos que no dependen de nosotros.

Progresar en el desempeño de las tres virtudes exige ejercitarse en las tres disciplinas que están implicadas en cada una de ellas, y que corresponden a las tres actividades del alma: el juicio o facultad de juzgar; el deseo; y el impulso a la acción.

Los ejercicios espirituales del filósofo estoico buscarán un perfeccionamiento de cada una de las tres actividades del alma, ejercitando las reglas de vida puestas de manifiesto en los principios universales que se recogen en las Meditaciones con el objetivo puesto en cada una de las tres virtudes (verdad, justicia y templanza).

El estoicismo en las Meditaciones

Aunque ya hemos adelantado algunos principios doctrinales y rasgos del estoicismo que están presentes en las Meditaciones, conviene recordar que Marco Aurelio, al igual que muchos otros filósofos del s. II, toman como referencia la doctrina estoica en la formulación que de la misma hizo Epicteto (55-135 d.C) y fue recogida por Arriano.

A través, por tanto, de la influencia de Epicteto, Marco Aurelio se inserta en la tradición de la filosofía estoica, la cual nace de la fusión de tres tradiciones anteriores.

En primer lugar, el estoicismo asume de la tradición socrática la idea de que el único valor al que todo debe subordinarse es el bien moral, y que la vida moral es asunto de juicio y conocimiento.

En segundo lugar, el estoicismo refleja la influencia de la visión de Heráclito, de un universo en perpetua transformación que debe su orden a un logos, razón universal, según el cual se encadenan los acontecimientos de manera necesaria.

Finalmente, en cuanto al arte de la argumentación y el razonamiento, la tradición estoica adopta elementos de la tradición dialéctica megárica y de Aristóteles.

Estas tres tradiciones se corresponden respectivamente, con los ámbitos de la ética, la física y la lógica. Pero estos tres ámbitos, lejos de conformar compartimentos estancos dentro del estoicismo, refieren a un elemento común, que no es otro que el logos. En efecto, el logos como principio de ordenación, rige tanto en las proposiciones argumentativas y dialécticas objeto de la lógica, como en los fenómenos del cosmos objeto de la física y, en fin, en el acuerdo que opera entre los actos del hombre en el ámbito de la ética. Como señala Hadot «lógica, física y ética se distinguen cuando hablamos de filosofía, pero no cuando la vivimos.» (p. 160).

La referencia común de los tres ámbitos al logos implica que ninguna de las partes de la filosofía (física, lógica y ética) tiene preeminencia sobre el resto, sino que las tres se implican mutuamente: el logos se encuentra en la naturaleza (física), en la comunidad humana (ética) y en la razón individual (lógica).

En este contexto, el sabio es para el estoicismo aquel que tiene un conocimiento perfecto, necesario e inquebrantable de la realidad. En otros términos, el sabio estoico sería aquel que pone en armonía su logos individual con el logos o Razón universal, superando las distorsiones que sobre dicho logos individual puedan ejercer el cuerpo y el placer.

El sabio es una figura límite, cuya realización es excepcional. En consecuencia, el filósofo, según el estoicismo, se mantendrá en un lugar intermedio, a medio camino entre los dioses, que saben que son sabios y lo son, y los hombres, que creen que son sabios y no lo son. La filosofía no es la sabiduría, sino el “ejercicio de la sabiduría” (p. 152).

La caracterización completa del estoicismo, exige mencionar, además de la noción de logos como principio ordenador de todo, la doctrina de la indiferencia de los indiscernibles, y la distinción entre aquello que depende de nosotros y lo que no.

El estoicismo de Epicteto, del que se nutre Marco Aurelio, parte de la distinción esencial entre las realidades que dependen de nosotros y aquellas que no está en nuestra mano modificar. ¿Qué es lo que depende de nosotros?. El estoicismo señala tres ámbitos sobre los que disponemos de un poder real de influencia:

De nosotros dependen el juicio de valor (hypolepsis), el impulso hacia la acción (hormé), el deseo (orexis) o la aversión; en resumen, todo lo que es nuestra propia obra. No dependen de nosotros el cuerpo, la riqueza, los honores, los altos cargos; en resumen, todas las cosas que no son nuestras obras. (Manual de Epicteto citado en p. 162)

En definitiva, lo que depende de nosotros son los actos de nuestra alma, y lo que no depende de nosotros es el curso general de la naturaleza.

El estoicismo concibe el alma por oposición al cuerpo, y dentro del alma distingue el llamado “principio rector” (hegemonikón). En el principio rector se sitúan la libertad y el verdadero yo. Podríamos decir que el principio rector es el núcleo de nuestra personalidad, nuestra parte más íntima, la “ciudadela interior” protegida del exterior, que no está sometida más que a sí misma, y que por tanto, rige sobre los actos del alma que no dependen de otra cosa más que de nosotros mismos.

Desde este punto de vista, la actividad del principio rector subyace a la acción de juzgar, de desear y de actuar que, como vimos más arriba, constituyen las cosas que según Epicteto dependen de nosotros.

La segunda doctrina que apuntábamos, la indiferencia frente a los indiscernibles, puede verse como una consecuencia de lo anterior. En efecto, el estoicismo considera que sólo tiene valor (positivo o negativo) aquello que depende de nosotros pues, en relación a lo que no depende de nosotros, sólo cabe la actitud de aceptación.

El principio rector y sus actividades

El principio rector (hegemonikón) comprende, como decíamos, el ámbito de libertad y el verdadero yo. Sólo en él cabe situar el bien o el mal morales, porque el bien moral y el mal moral son lo único que puede ser voluntario. Todo lo demás, está fuera del alcance de la actividad del principio rector.

La actividad del principio rector se manifiesta en los tres ámbitos de actividad del alma: el juicio, el deseo y el impulso a la acción.

Al recibir las imágenes (phantasiai) que provienen de las sensaciones del cuerpo, el principio rector desarrolla un discurso interior (juicio). La representación que nos formamos a partir de las sensaciones del cuerpo son adecuadas (phantasiai kataleptikai) cuando ese juicio no va más allá de lo que está dado, es decir, cuando sabe detenerse en lo que se percibe, sin añadir elemento extraño a lo que se percibe.

Alcanzar la excelencia en el juicio, alcanzar la verdad exige, por tanto, una disciplina del juicio para que este se limite a formar representaciones objetivas y adecuadas.

Por otro lado, en el principio rector reside también la actividad del deseo. Su ámbito está conformado por los acontecimientos que nos advienen en virtud del Destino. La disciplina del deseo significa, por tanto, desear sólo aquello que está en nuestra mano, pero no cosas o situaciones que por resultar del curso natural de la Naturaleza, no está en nuestra mano modificar. La excelencia en la actividad del deseo consistirá, por tanto, en la templanza.

Finalmente, pertenece al principio rector el impulso a la acción (kathēkonta). Para el estoicismo, ejercer las acciones de forma virtuosa, significa llevar a cabo las acciones conforme al instinto profundo que empuja la naturaleza humana racional a actuar para conservarse.

Juicio, deseo e impulso a la acción son, por tanto, los tres ámbitos en los cuales ha de ejercitarse un hombre perfecto. Epicteto lo resume de manera muy clara:

Hay tres ámbitos en los cuales debe ejercitarse el que quiere convertirse en un hombre perfecto:

Al revisar estos tres tipos de acciones del alma protagonizados por el principio rector, se ve más claro aún como cada uno corresponde con alguna de las tres áreas de conocimiento en que el estoicismo dividía la filosofía. La disciplina del deseo será objeto de la física, y consiste en no desear sino el bien que depende de nosotros, en no huir más que del mal moral y en aceptar como voluntad de la Naturaleza universal lo que no depende de nosotros.

La lógica se ocupará de la disciplina del juicio y del consentimiento. Finalmente, la ética se ocupará de la disciplina del impulso a la acción.

En las próximas entradas, profundizaré en cada una de los tres ámbitos de actuación del principio rector señalados.

  1. Marco Aurelio (2019). Meditaciones. Barcelona, España: Gredos.
  2. Hadot, Pierre (2019). La ciudadela interior. Barcelona, España: Alpha Decay.
  3. Los números de página refieren, salvo que se señale otra cosa, a la edición citada de La ciudadela interior.
  4. Las referencias a las Meditaciones se citan señalando el número de libro y párrafo, por la edición de la editorial Gredos.

Una respuesta a “La ciudadela interior 1/5: El estoicismo de Marco Aurelio”

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