El mérito forma parte de nuestras intuiciones morales más arraigadas. Significa esto que, en mayor o menor medida, la mayoría de las personas asumimos que el mérito es importante y positivo. Es cierto que este consenso se manifiesta a nivel general, y cuando entramos en detalles y abordamos el análisis de casos concretos, afloran matices frente a los cuales nuestras intuiciones iniciales parecen tambalearse.
Pero aun así, creo que todos queremos que nos atienda un buen médico. Preferimos que el mecánico más habilidoso se haga cargo de nuestro coche; y la defensa de nuestros intereses legales, preferimos dejarla en manos del mejor abogado que podamos pagar.
Lo que tienen en común el médico, el mecánico y el abogado que son objeto de nuestra preferencia, es que su talento y buen hacer los hace acreedores de mérito. Dicho en otros términos, en general mostramos una preferencia favorable al mérito, y valoramos como algo justo que aquellas personas que reúnen determinadas características, vean recompensado su talento mediante un mayor reconocimiento social, una mayor retribución, un premio, o cualquier otro medio que permita discriminar entre quienes son dignos de mérito, y quienes lo son menos.
Como decía, cuando entramos en detalles aflora la complejidad que siempre acompaña a la realidad. Es entonces cuando nuestra ponderación del mérito atribuible a alguien se enfrenta a serias dudas.
La atribución de mérito a un individuo, según nuestras intuiciones morales más habituales, suele requerir como premisa que dicha persona no deba a circunstancias ajenas su éxito. Pero cuando analizamos en detalle cada caso, resulta difícil delimitar qué parte del éxito se debe a la persona, y qué parte del mismo se debe a circunstancias ajenas. ¿Acaso el excelente médico que pretendemos para nuestra cura debe su éxito a circunstancias favorables ajenas a su esfuerzo y talento?. Pensemos, solo a título ilustrativo, en unos padres acomodados que pudieron afrontar el coste de una larga etapa de estudios. O, retrotrayéndonos más atrás, pensemos en las circunstancias favorables de que gozó en su infancia, al criarse en una familia que favoreció su desarrollo afectivo e intelectual, del que él no es responsable. Todas ellas son circunstancias que, habiendo contribuido a la explicación de su éxito y talento actuales, no son sino fruto de circunstancias ajenas frente a las que la persona no puede pretenderse acreedor de mérito alguno.
Este mismo ejercicio puede realizarse en sentido contrario, respecto de la persona que, quizás con talento suficiente, ha visto sucumbir el fruto de su talento ante el cúmulo de circunstancias adversas ajenas: familia desestructurada, circunstancias económicas adversas, etc.
Lo interesante de todo esto es que nuestras intuiciones morales sobre el mérito no se resienten ante el reconocimiento de hechos como el que acabo de ilustrar. El reconocimiento de que hay factores externos que contribuyen al éxito del médico, no nos conduce a concluir que el mérito sea algo malo. Por el contrario, concluimos que a la hora de asignar méritos debemos ser cuidadosos distinguiendo qué parte del éxito se debe a circunstancias ajenas y qué parte es el resultado del esfuerzo individual, porque solo este último sería acreedor de mérito.
Buena parte de los debates en el ámbito de política social y económica responden, en el fondo, a diferentes visiones sobre el alcance de la suerte y las circunstancias ajenas, en el éxito de las personas. Quienes tienden a dar más relevancia a la suerte y otros factores externos, suelen ser más partidarios de adoptar políticas que obliguen a las personas que alcanzan éxito social, a contribuir en mayor medida al sustento del resto de miembros de la sociedad.
Quienes minimizan la influencia de la suerte, tienden a enfatizar el derecho de la persona exitosa para apropiarse de todo el fruto de su éxito, como recompensa por su mérito.
Los primeros socializan el mérito, mientras que los segundos lo conciben como algo estrictamente individual.
Lo relevante es que ambas posturas, a pesar de la diferencia señalada, comparten la tesis de que hay un vínculo entre mérito y juicio moral. Aquello que es meritorio, es digno de un juicio moral favorable.
El consenso sobre el mérito, al que me vengo refiriendo, explica que buena parte de las discusiones en torno a la meritocracia versen, fundamentalmente, sobre su grado de perfección, no sobre si la meritocracia como tal debe ser el fundamento de la distribución de bienes y premios en nuestra sociedad.
Es decir, discutimos sobre si en nuestra sociedad se da de verdad, y en qué medida, una igualdad de oportunidades, que permita concluir que el éxito se debe al esfuerzo y talento individuales, y no a circunstancias ajenas (riqueza de los padres, suerte, etc.). Pero aunque discrepemos en el peso de dichos factores, todos asumimos como justo que aquellos que tienen más mérito reciban una mayor recompensa.
Las razones en favor de esta idea, según la cual las recompensas y puestos en una sociedad habrían de ser asignados según el mérito, son de tres tipos, según Michael Sandel: eficacia, equidad y libertad.
Solemos estar de acuerdo en que resulta más eficaz que quienes tienen más mérito gocen de una mayor recompensa, pues gracias a ello aseguramos un cierto incentivo para el mejor desempeño, y con ello una mayor probabilidad de gozar del beneficio que dicho desempeño genera.
Por otro lado, forma parte de nuestra intuición moral, la idea de que a igual mérito la recompensa debe ser igual. Esto responde a un ideal de justicia fuertemente arraigado.
Finalmente, la meritocracia suele vincularse a una idea positiva de la libertad, pues hace pública afirmación de la idea de que nuestro destino está en nuestras manos y de que nuestro éxito no depende de fuerzas que estén más allá de nuestro control.
Resumiendo, podríamos decir que en las sociedades actuales reina un cierto consenso sobre el carácter positivo de la meritocracia, la cual es defendida por razones de eficacia, equidad y libertad, y las discrepancias, cuando las hay, se centran en el grado de imperfección de la meritocracia pero no respecto a la meritocracia en sí.
Precisamente por el grado de consenso al que me vengo refiriendo, resulta interesante el libro del filósofo norteamericano Michael Sandel, titulado The tiranny of merit, publicado en 2020 1. Sandel no solo lleva a cabo una crítica de la meritocracia por su grado de imperfección, sino que critica la meritocracia en sí misma, como sistema de asignación de recompensas.
Sobre el primer aspecto de la crítica, en la que no voy a demorarme, Sandel aporta una serie de datos y cita algunos estudios que pondrían de manifiesto que el sistema meritocrático es altamente imperfecto.
Por ejemplo, Sandel aporta datos y cita estudios según los cuales el test SAT de acceso a la universidad en Estados Unidos no ha aumentado la movilidad social, y sigue beneficiando a las clases más acomodadas. Se citan, por ejemplo, los trabajos del sociólogo Jerome Karabel, quien concluye que los hijos de la clase trabajadora y los pobres tienen hoy tan pocas probabilidades de estudiar en alguna de las tres grandes universidades como en 1954. También se citan los trabajos del economista indio-norteamericano Raj Chetty, quien concluye que, sumadas las 1800 universidades objeto de su estudio, posibilitaron que menos del 2% de sus estudiantes ascendieran desde el quintil más bajo de la escala de renta hasta el quintil más alto (pos. 3300).
En resumen, creo que la crítica de la meritocracia realmente existente, que parte de que la misma está lejos de alcanzar el ideal meritocrático, tiene más que ver con una discusión basada en datos empíricos, como los citados por Sandel, que con una discusión de tipo filosófico. Es, por tanto, en el ámbito de la economía empírica y la sociología, donde más aportaciones podrían realizarse para esclarecer el grado de perfección alcanzado por los sistemas que, tanto en el ámbito académico, como en otros ámbitos como el laboral, buscan recompensar el éxito con base en el mérito.
Como decía, lo más interesante de la obra de Sandel es que plantea una crítica del consenso social sobre la meritocracia, al cuestionar el ideal meritocrático mismo. Y lo hace partiendo de la siguiente pregunta:
¿Y si el verdadero problema de la meritocracia no es que no la hayamos conseguido todavía, sino que el ideal en sí es defectuoso? ¿Y si la retórica del ascenso ha dejado ya de inspirarnos, no solo porque la movilidad social se ha estancado sino, y de manera más fundamental, porque el de ayudar a que las personas puedan escalar los dificultosos peldaños que llevan al éxito en una meritocracia competitiva es un proyecto político vacío que evidencia una concepción empobrecida de la ciudadanía y la libertad? (pos. 2356)
Imaginemos un sistema meritocrático perfecto. El sistema asigna las recompensas en proporción al mérito de cada cual, sin consideración a las circunstancias económicas, de tal manera que las diferencias debidas al hecho de haber nacido en una familia con más medios económicos, no se consideran justas.
¿Por qué un sistema de ese tipo no sería deseable? Sandel esgrime dos tesis para sostener su crítica del ideal meritocrático.
En primer lugar, el filósofo político norteamericano, sostiene que ni la más impecable meritocracia puede ser realmente una sociedad justa. Veamos por qué.
La esencia del ideal meritocrático no es la igualdad, sino la movilidad. Lo importante en una meritocracia no es la igualdad, sino la movilidad. Lo relevante es que todos dispongamos de posibilidad de modificar nuestra posición en la escala social, en función de nuestros méritos. Si reúno el mérito suficiente, la sociedad meritocrática es aquella que facilita que pueda recibir la recompensa adecuada, aun cuando esto supondrá un resultado desigual respecto a aquellas personas que no gozan de méritos en la medida adecuada. La pregunta que surge inmediatamente es: ¿está justificada la desigualdad fruto de la competencia meritocrática?
Los defensores de la meritocracia sostendrán que dichas diferencias estarán justificadas siempre que respondan al mérito de cada individuo. Es decir, la meritocracia defenderá las desigualdades que se deben a diferencias en talento, pero no a diferencias en la situación económica de origen. Pero entonces, debemos hacernos la siguiente pregunta: ¿por qué iban a ser justas las diferencias derivadas de diferentes talentos?
Ante esta cuestión Sandel señala dos argumentos. Yo no he hecho nada para disponer del talento que me permite gozar de una mejor posición en una sociedad meritocrática. En consecuencia, ¿por qué iba a ser justo que reciba una mayor recompensa por una circunstancia que resulta ser producto de la suerte? Además, el hecho de que yo viva en una sociedad que premia los talentos de los que casualmente yo gozo, no es un hecho que dependa de mí, sino un hecho también fortuito. En consecuencia, la diferente recompensa por razón del mérito asociado al talento, no es necesariamente justa.
Como segundo argumento, Sandel afirma que si nuestras aptitudes son dotes por las que estamos en deuda, entonces es un error y un ejercicio de soberbia suponer que nos merecemos los beneficios que se deriven de ellas. Y, ¿con quién podríamos estar en deuda por nuestras dotes y talentos? Con la lotería genética, con Dios…
En fin, lo que viene a señalar Sandel es que en ningún caso se puede concluir que una sociedad meritocrática perfecta, sea necesariamente una sociedad justa.
Pero, como apunté más arriba, más allá de su cuestionable justicia, hay una segunda razón por la que, a juicio de Sandel, una sociedad meritocrática no sería deseable. Según el profesor de Harvard, una meritocracia nunca podría ser una sociedad buena, pues tiende a generar soberbia y ansiedad entre los ganadores y humillación y resentimiento entre los perdedores, y ambas actitudes resultan discordantes con el florecimiento humano y resultan corrosivas para el bien común.
Quién tiene éxito en una sociedad meritocrática tenderá a pensar que su éxito es debido en exclusiva a su propio mérito y talento. Ya no tendrá que sentir su éxito, o parte del mismo, se debe a alguna ventaja económica o de otro tipo. Esto, además de generar un refuerzo positivo en la propia autoestima, favorece una autoconcepción del individuo como ser autónomo y autosuficiente que no debe nada a nadie. Paralelamente, este tipo de razonamiento permite concluir que quien no tiene éxito, también debe su resultado (en este caso negativo) a sí mismo, y a nadie más. En consecuencia, de forma simétrica a la soberbia del ganador, se favorece la autohumillación del perdedor que no tiene a quién responsabilizar de su destino, más que a sí mismo.
Soberbia y autohumillación, serían, según Sandel subproductos del sistema meritocrático, que contribuyen a romper los lazos sociales y la sensación de pertenencia de los individuos a un proyecto social común.
Esta dinámica social explica, a juicio del filósofo, la situación de actual polarización social y política, y el auge del populismo en Norteamérica y en los países europeos.
- Michael Sandel (2020): La tiranía del mérito. Barcelona: Penguin (versión Kindle). En adelante, cito las citas se refieren a esta obra indicando la posición en que se ubican en la edición electrónica. ↩







Deja un comentario