Crítica de una moral de ideales y reglas (1)

El libro bíblico del Génesis narra la conocida historia de la Torre de Babel (Gn 11, 1-9). Según este relato, los hombres comenzaron a construir en la vega de Senaar una ciudad, y una torre cuya cúspide habría de llegar al cielo, con el fin de hacerse famosos y mantenerse unidos. Dios, al tener noticia de tal empresa, confundió el habla de todos los pueblos e hizo que estos acabaran dispersados por toda la faz de la tierra.

La teología cristiana interpreta la Torre de Babel como un paso más en el alejamiento del hombre respecto a Dios, que habría tenido su primer hito en la violación, por parte de Eva, de la prohibición de tomar el fruto del árbol del bien y del mal, en el jardín de Edén (Gn 10, 1-7).

Desde este punto de vista, el relato muestra cómo la soberbia del hombre, que pretende alcanzar la posición de Dios prescindiendo de Dios, acaba deshumanizándose, pues no otra cosa supone la pérdida de la capacidad de entenderse y ponerse de acuerdo1.

Sin embargo, además de esta lectura del relato, me interesa en esta entrada aludir a una interpretación alternativa, aunque seguramente complementaria, que encontramos en los comentarios judíos al Génesis. En concreto, el midrash Sefer HaYashar señala que lo que a Dios le molestó de la torre de Babel, fue que a sus constructores les importase más perder un ladrillo que el que este le pudiera caer a un hombre desde semejante altura. Es decir, según el midrash, tras la decisión arrogante de los hombres se manifiesta una actitud que no repara en los medios para alcanzar sus objetivos, sin importarle para nada la justicia social y las consecuencias desastrosas que de ella puedan derivarse para el conjunto de los individuos.


Comienzo con esta interpretación del relato bíblico, porque creo que es la que mejor recoge el espíritu de lo que Michael Oakeshott trata de exponer en el ensayo que lleva por título, precisamente, La torre de Babel2, al que dedico esta entrada.

Oakeshott no menciona expresamente ninguna interpretación teológica, pero creo que su tesis refleja el espíritu del midrash:

La búsqueda de la perfección a través de la distancia más corta es una actividad impía a la par que inevitable en la vida humana. Conlleva los castigos de la impiedad (la ira de los dioses y el aislamiento social) y su recompensa no se cifra tanto en el logro como en el hecho de haberlo intentado. Se trata de una actividad, por tanto, apta para los individuos pero no para las sociedades. Para un individuo impelido a realizarla, la recompensa podría superar al castigo y a la inevitable derrota. El penitente podría tener la esperanza o la creencia de que caería, cual héroe herido, en los brazos de una sociedad comprensiva e indulgente. […] Para una sociedad, por otro lado, el castigo es un caos de ideales en conflicto, el trastorno de la vida en común, y la recompensa es el renombre que se asocia a una locura monumental. (loc. 1107)

En definitiva, el atajo al cielo por parte de un individuo acabará con su perdición individual. Pero, cuando es la sociedad la que abraza esa empresa, la consecuencia es catastrófica, porque el daño se extiende al tejido social, destruyendo la vida en común.

Oakeshott escribió su ensayo en 1948, por lo que no es aventurado pensar que seguramente tenía en mente las utopías comunistas y fascistas que tomaron forma durante las primeras décadas del siglo XX.


En el ensayo que comento, Oakeshott lleva a cabo una especie de fenomenología de los modos fundamentales de vida moral. El filósofo inglés identifica dos modos de vida moral básicos: la vida moral entendida como hábito, y la vida moral entendida como aplicación reflexiva de reglas y la búsqueda de ideales.

Oakeshott considera que la vida moral puede ser concebida como hábito de afecto y conducta. Desde este punto de vista, la sustancia de la moralidad reside en los hábitos y costumbres de una sociedad. Actuar moralmente no consistiría en aplicar, de forma consciente, una regla de conducta entendida como ideal moral, sino actuar según un cierto hábito de comportamiento.

La vida moral, así entendida, no surge de una elección consciente, sino que consiste en un irreflexivo seguimiento del patrón de conducta en el que hemos sido educados. Además, este elemento irreflexivo, implica que el sujeto moral no dispone de ninguna teoría específica sobre la fuente de la moral.

Este tipo de vida moral estaría libre del pecado de soberbia que ilustra el relato de la Torre de Babel y, por tanto, también mantendría alejadas las consecuencias que de dicha soberbia pueden desprenderse. Una forma de vida moral como hábito, está lejos de formular un ideal utópico al servicio del cual se justifique el sacrificio de individuos y de la armonía social, que son los riesgos que el comentario midrashico lee en el relato bíblico.


La vida moral entendida como hábito prescinde de criterios y reglas explícitos que puedan ser articulados y enseñados. ¿Cómo, pues, podrán los individuos adquirir las habilidades necesarias para llevar una vida buena?

Oakeshott entiende que los hábitos de conducta de esta forma de vida moral, se adquieren de forma similar a nuestra lengua materna. Es decir, mediante la práctica, y prescindiendo de las reglas explícitas que rigen dicha lengua. Se trata de un conocimiento que proporciona el poder de actuar apropiadamente y sin vacilación, pero que no confiere la capacidad de explicar nuestras acciones en términos abstractos.

En este punto, Oakeshott hace una afirmación que resulta, a mi modo de ver, de compleja interpretación. Señala el autor inglés:

Un hombre habrá adquirido esta clase de conocimiento cuando el resorte de su conducta responda a su autoestima [self-steem]. (loc. 1183)

¿Qué quiere decir aquí Oakeshott? Creo que el autor inglés se refiere a que, cuando la moral se entiende como práctica y hábito, acaba constituyendo una segunda naturaleza, y la conducta que atenta contra dicha moral, se autopercibe como un atentado contra la naturaleza propia, contra la estima propia.

Es innegable, a pesar de que Oakeshott no lo mencione en su ensayo, que las ideas éticas de Aristóteles están muy presentes en su caracterización de la vida moral como hábito. Cabe recordar que, en el Libro II de su Ética a Nicómano, el estagirita, refiriéndose a las virtudes éticas, señala que las mismas se adquieren como resultado de una práctica. Aprendemos las virtudes éticas ejercitándolas y, por tanto, es importante empezar desde jóvenes. Aristóteles, al igual que Oakeshott, no cree que saber lo que hay que hacer en una situación dada nos pueda ser dado en forma de reglas3, y tampoco considera que la ética consista en un saber teórico:

El presente estudio no es teórico como los otros […], debemos examinar lo relativo a las acciones, como hay que realizarlas, pues ellas son las principales causas de la formación de los diversos modos de ser […]. (1103b26-32)4


Junto a esta forma de vida moral, de raíz claramente aristotélica, Oakeshott identifica una moral entendida como búsqueda consciente de ideales y observancia reflexiva de reglas morales.

En este tipo de vida moral se atribuye un valor especial a la conciencia, pues el primer cometido consiste en expresar en palabras las aspiraciones morales, bien sea en forma de regla de vida, o de un sistema de ideales abstractos.

Además, desde este punto de vista, resulta importante estar seguro de ser capaz de defender las aspiraciones morales propias frente a las críticas y, lo que es más relevante, ser capaz de traducir dichas aspiraciones a comportamientos concretos.

En una moral de ideales y reglas estar en posesión del ideal correcto es fundamental, a juicio de Oakeshott, que actuar. Derecho y deber consisten en cumplir una regla o alcanzar un fin, y no en comportarse de cierta manera.

Dado que siempre es más fácil enseñar unos ideales y reglas que aplicarlos, la certeza sobre los ideales va aparejada, en este tipo de vida moral, con la incertidumbre sobre como aplicarlos.

La moral de ideales y reglas es más rígida, y tiene poca capacidad de corregirse a sí misma. Presenta, en general, una gran resistencia al cambio, pero cuando se quiebra esa resistencia, no resulta el cambio, sino la revolución.

Además, cuando son un conjunto de ideales los que constituyen el eje de la vida moral, se producen dos efectos peligrosos. En primer lugar, la búsqueda desmesurada de un ideal conduce, según Oakeshott, a la exclusión de otros ideales:

En nuestro afán por alcanzar la justicia olvidamos la caridad, al tiempo que la pasión por la virtud ha convertido a muchos hombres en personas duras y despiadadas. (loc. 1295)

Y, en segundo lugar, no hay ideal alguno cuya búsqueda no conduzca a la desilusión. La moral de ideales nos conduce, a un nivel de polarización y extremismo, porque, según Oakeshott:

Todo ideal admirable tiene su opuesto, no menos admirable. Libertad u orden, justicia o caridad, espontaneidad o deliberación, principio o circunstancia, uno mismo o los demás: estos son los tipos de dilemas a los que esta forma de la vida moral nos enfrenta constantemente, haciéndonos ver doble al atraer siempre nuestra atención hacia extremos de naturaleza abstracta, ninguno de los cuales es deseable por completo. (loc. 1295)

Polarización, exclusión y frustración serían algunas de las consecuencias que una moral basada en ideales y reglas conlleva. Para Oakeshott, todo esto supone un perjuicio para el individuo, pero aún peor es el efecto para la sociedad en su conjunto:

[…] estamos ante una forma de vida moral que resulta peligrosa en un individuo y desastrosa para una sociedad. Para el individuo es un juego de azar en el que puede obtener una recompensa cuando se desarrolla dentro de los propios límites de una sociedad que no forme parte del juego. Para una sociedad, en cambio, es pura locura. (loc. 1304)


Llegados a este punto, ya se puede comprender por qué comenzamos la entrada con el relato bíblico de la Torre de Babel. En efecto, la vida moral que consiste en una búsqueda de ideales abstractos supone, a juicio de Oakeshott, una forma de idolatría (loc. 1291). Oakeshott no explica su utilización de la noción de “idolatría”, pero para entender el nexo con su descripción de la forma de vida moral basada en ideales y con el relato de la Torre de Babel, podemos citar las palabras del teólogo Xavier Pikaza:

Los ídolos expresan y representan un deseo de poder del hombre, que quiere superar la destrucción del tiempo y alcanzar su más alto nivel de verdad y de poder en lo divino (es decir, identificándose con los mismos signos de la divinidad). El hombre los fabrica y se proyecta a través de sus diversos elementos (en una estatua, en un imperio divinizado, en un sistema sagrado), pensando que ellos (estatua, imperio, sistema) pueden salvarle. En esa línea se sitúa Babel (Gn 11, 1-9), ciudad y torre eterna donde los hombres antiguos quisieron resguardarse y vivir para siempre, expresando su grandeza y avalando su divinidad.5

Cuando una forma de vida moral centra su esfuerzo y razón de ser en la búsqueda y consecución de unos ideales abstractos, estaría, según el argumento de Oakeshott, divinizando esos ideales en la confianza de encontrar en la consecución de los mismos, la ansiada salvación.

El relato de Babel, sin embargo, nos recuerda que las consecuencias de tales empresas son desastrosos para la sociedad, y esto mismo es lo que Oakeshott trata de poner de manifiesto.

  1. Esta interpretación del relato desde un punto de vista de la teología católica se encuentra en Francisco Varo (2017): Génesis. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos. (pp. 110-114)
  2. Recogido en Michael Oakeshott (2017): Ser conservador y otros ensayos escépticos. Madrid: Alianza Editorial.
  3. Ver Sarah Broadie y Christopher Rowe (2022): Aristotle. Nicomachean Ethics. New York: Oxford University Press. (p. 297)
  4. Cito la Ética a Nicómano por la edición de Gredos a cargo de Julio Pallí.
  5. Xavier Pikaza (2015): Gran diccionario de la Biblia. Navarra: Verbo Divino. (p. 586)

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