Sobre el ironista liberal de Richard Rorty

La presente entrada tiene un doble objetivo. En primer lugar, trato de exponer las tesis y argumentos de Richard Rorty (1931-2007) en su obra Contingencia, ironía y solidaridad1, poniendo de manifiesto el carácter articulado y coherente de las diferentes partes de la obra, aun cuando la misma tiene su origen en diversas conferencias y artículos previamente no publicados. En segundo lugar, y de manera muy breve, apunto con intención crítica varias preguntas que suscita su lectura, y que a mi modo de ver quedan abiertas para una reflexión ulterior.


En la primera parte de la obra, bajo el título de Contingencia, Rorty sostiene la tesis general según la cual el lenguaje, el yo, y el conjunto de instituciones y prácticas características de una comunidad liberal constituyen realidades contingentes que, como tales, no obtienen su fundamento a partir de una entidad externa y universal dotada de naturaleza intrínseca.

Antes de describir los pormenores de la mencionada tesis, cabe señalar dos aspectos importantes. La tesis no es defendida por Rorty mediante una argumentación racional, puesto que dicha argumentación, al partir necesariamente de criterios y verdades externas y transhistóricas, abocaría a una inconsistencia autorreferencial de toda la exposición. Por otra parte, la tesis rortiana de la contingencia no supone un mero ejercicio crítico de tesis epistemológicas defendidas profusamente, especialmente en el ámbito de la filosofía analítica anglosajona, sino que apunta a una finalidad de mayor alcance. Esta es la de señalar el camino hacia una re-descripción de los conceptos y formas de la moralidad y la política, con la finalidad de mejorar la sociedad democrática liberal, en línea con su propuesta de una “sociedad idealmente liberal” (p. 79).


Rorty comienza señalando que la Revolución Francesa y el movimiento romántico dieron como fruto la idea de que la labor de dar sentido a la propia vida, y a la comunidad política, es cuestión de creación poética y política, y no de religión, filosofía o ciencia. Este cambio de perspectiva, que habría adquirido en los últimos doscientos años hegemonía cultural, se sustenta sobre la tesis, más o menos explícita, de que “la verdad no puede estar ahí fuera” (p. 25) y, por tanto, el progreso moral y político no puede ser cuestión de adecuación progresiva a una supuesta naturaleza de carácter transhistórico y universal.

Partiendo de la filosofía del lenguaje de Donald Davidson, Rorty sostiene que el lenguaje no es un medio de representación de una verdad externa, ni el medio de expresión de un yo genuino que anida en cada uno de nosotros. Por el contrario, el lenguaje se concibe como un conjunto de léxicos alternativos, que siguiendo las ideas de Wittgenstein, constituyen herramientas que habrán de ser valoradas por su mayor o menor eficacia. Estos léxicos resultan inconmensurables entre sí, en la medida en que carecemos de criterios externos sobre la base de los cuales juzgar entre los mismos.

La contingencia del lenguaje, al igual que sucede con las “revoluciones científicas” teorizadas por Thomas Kuhn, se pone de manifiesto en el hecho de que los cambios de un léxico por otro diferente no se producen como consecuencia de un proceso de argumentación lógica o racional, ni son el fruto de la adecuación creciente a una supuesta “finalidad” de todo léxico. Por el contrario, según Rorty,

[…] nuestro lenguaje y nuestra cultura no son sino una contingencia, resultado de miles de pequeñas mutaciones que hallaron un casillero (mientras que muchísimas otras no hallaron ninguno), tal como lo son las orquídeas y los antropoides. (p. 36)

Si bien el lenguaje no mantiene una relación de adecuación a una realidad o naturaleza extrínsecas, lo que sí mantiene es una relación metafórica con el mundo. En este sentido, Rorty adopta la distinción davidsoniana entre significado literal y significado metafórico, como una distinción entre uso habitual y uso inhabitual de sonidos y marcas. Sobre la base de este concepto de metáfora, Rorty podrá sostener que los cambios y mutaciones de léxicos, al igual que las revoluciones científicas según Mary Hesse, suponen “redescripciones metafóricas” de la naturaleza o de la realidad que no se aproximan de ningún modo “a las cosas mismas”, sino que responden a fuerzas causales contingentes.


De igual manera que “no hay verdades ahí fuera”, sostiene Rorty que no hay un yo genuino que sea deber del lenguaje expresar. Por el contrario,

[…] el proceso de llegar a conocerse a sí mismo, enfrentándose a la propia contingencia, […], se identifica con el proceso de inventar un nuevo lenguaje, esto es, idear metáforas nuevas. (p. 47)

Para llegar a esta concepción de la contingencia del yo, se apoya Rorty, de manera fundamental, no solo en las ideas de Nietzsche, que son una constante en toda la obra, sino también en las aportaciones de Freud. En concreto, Rorty ve en el padre del psicoanálisis al autor que contribuyó a desdivinizar el yo haciendo remontar la consciencia a sus orígenes, situados en las contingencias de nuestra educación. Según esta interpretación, Freud aporta como novedad los detalles acerca de la formación de la consciencia, dejando como resultado un conjunto de contingencias antes que un sistema de facultades estructurado. Con ello, Freud destruye la idea de un yo central, llamado razón, y ayuda a tomar en serio el perspectivismo y el pragmatismo nietzscheano que impregna la obra de Rorty. Pero, además, Freud habría ido más allá de Nietzsche, según Rorty, al suprimir la idea misma de un ser humano paradigmático (el superhombre), de la cual habría sido deudor el “platonismo invertido” de Nietzsche.


El carácter contingente del lenguaje y del yo, que Rorty expone en los dos primeros capítulos de su obra, le llevan a concluir que ni el mundo ni el yo desean que se les exprese o represente de una manera determinada, sino que ambos pueden ser objeto de un “espíritu de juego” (p. 59), que hace uso del poder de las redescripciones lingüísticas para hacer “cosas nuevas y diferentes”. Este poder es efectivo para hacer frente a otras personas, pero no para hacer frente al poder brutal y el simple dolor que causa lo no-humano. Frente a esto último, solo nos quedará la capacidad de reconocer la contingencia y el dolor.

Precisamente en el ámbito de las relaciones con otras personas, es en el que Rorty defiende la tesis de que las instituciones y la cultura de una sociedad liberal estarían mejor servidas por un léxico de la reflexión moral y política que asumiese el carácter contingente del lenguaje y del yo, tal como es defendido en los dos primeros capítulos de su obra.

Aceptar la afirmación de que no hay un punto de vista fuera del léxico particular, históricamente condicionado y transitorio, supone que la defensa del proyecto de democracia liberal que emprende Rorty, no puede hacerse sobre la base de criterios racionales y universales, ni sobre la base de una idea de progreso intelectual o político racional.

A juicio de Rorty, una comunidad idealmente liberal, excluiría todo tipo de fundamento filosófico. En su lugar, la justificación de la comunidad liberal se reduciría a una cuestión de comparación histórica con otros intentos de organización social.

En este sentido, Rorty ve en autores como Rawls, Dewey y Oakeshott, contribuciones a socavar la idea de una serie de conceptos transhistóricos absolutamente válidos que funcionen como fundamentos filosóficos del liberalismo. Estos autores habrían mostrado, a juicio de Rorty, que cualquier justificación racional que se pretenda dar, del privilegio de la libertad en las comunidades liberales, será necesariamente circular.

Subyace a esta imposibilidad de justificación racional, la tesis antikantiana de que los principios morales tienen objeto solo en la medida en que incorporan una referencia tácita a todo un orden de instituciones, prácticas y léxicos de deliberación moral y política y, por tanto, su papel es el de simples alusiones o abreviaturas de tales prácticas.


En el segundo apartado del libro, y una vez Rorty ha caracterizado el carácter contingente del lenguaje y las implicaciones que dicha contingencia acarrea sobre el yo y la sociedad, se pasa a describir la figura del “ironista liberal”, que funciona a modo de arquetipo o modelo ideal que aúna dos rasgos fundamentales para Rorty.

El ironista liberal es ironista por cuanto asume en toda su plenitud el carácter contingente del lenguaje, del yo y de los valores de la comunidad a la que pertenecen. En concreto, el ironista reúne tres condiciones según Rorty (p. 91):

1.ª Tiene dudas radicales y permanentes acerca del léxico último que utiliza habitualmente, debido a la influencia de otros léxicos que ha conocido.

2.ª Advierte que un argumento formulado en su léxico no puede ni consolidar ni eliminar esas dudas.

3.ª No piensa que su léxico se halle más cerca de la realidad que los otros.

Así definido, el ironista resulta antagónico del metafísico, figura con la que Rorty engloba a quienes toman en su literalidad la pregunta por la naturaleza intrínseca de la justicia, la ciencia, el conocimiento, el Ser, la fe o la moralidad.

Rorty ilustra esta oposición entre metafísica e ironismo en las figuras de los que considera filósofos ironistas por antonomasia: Hegel, Nietzsche y Heidegger. Los tres constituyen, a juicio de Rorty, lo que él denomina “ironistas teóricos”. Su ironismo se pone de manifiesto en que todos ellos han llevado a cabo una crítica de sus antecesores, mediante el desarrollo de un léxico con el que han redescrito a la tradición filosófica anterior. Sin embargo, los tres no han dejado de ser ironistas teóricos, y ello debido a que su redescripción de la tradición filosófica supuso en cada caso la sustitución por un nuevo léxico que pretendía ser la “última palabra”. Este carácter último y sublime se manifiesta en el espíritu absoluto de Hegel, el superhombre de Nietzsche y el pensamiento rememorativo (andenkendes Denken) de Heidegger. En la lectura que hace Rorty de estos autores, los tres practicaron el ironismo en su crítica de la tradición filosófica, pero lo habrían traicionado al considerar que sus propios léxicos no eran objeto susceptible de redescripción por otros, y precisamente este hecho, explicaría también que ninguno de los tres fuera “liberal”, pues la conciencia de haber establecido un léxico último, es incompatible con la definición rortiana de la sociedad liberal, como sociedad que se limita a llamar verdad al resultado de los combates entre convicciones y léxicos que asumen su propio carácter contingente y relativo.

El teórico de Hegel, Nietzsche y Heidegger contrastaría, a juicio de Rorty, con el ironismo (no teórico) practicado, en el ámbito de la literatura, por Proust. Este, en su obra En busca del tiempo perdido, habría llevado a cabo un ejercicio de ironismo consistente en una re-descripción que ponía de manifiesto la contingencia de las “autoridades” sin, con ello, pretender ejercer una autoridad. En palabras de Rorty, Proust era capaz de convertir en temporales y finitas las figuras de autoridad que conoció,

[…] sin afirmar que conocía una verdad que había permanecido oculta para las figuras de autoridad de sus primeros años. (p. 122)

Esto suponía un logro respecto a los ironistas teóricos, que sí caían una y otra vez en la tentación de conocer una verdad última. Por ello Rorty concluye que las novelas constituyen un medio más seguro que la teoría, para expresar el reconocimiento que uno hace de la relatividad y de la contingencia de las figuras de autoridad.


Como figura, podríamos decir, a medio camino entre el ironismo teórico de Heidegger y el ironismo de Proust, señala Rorty la figura de Jacques Derrida. En su interpretación de la obra de este, especialmente de su segunda época, Rorty cree ver cómo Derrida lleva a cabo una crítica de Heidegger, similar a la que este realizó de Nietzsche. En esa crítica, Derrida pone de manifiesto el fracaso de Heidegger en su intento de ir más allá de la metafísica. El filósofo francés ilustra la recaída de Heidegger en la metafísica, con el uso que este hace de ideas y conceptos tales como “la historia del Ser”, “Europa” o “el hombre”.

A juicio de Derrida, Heidegger sentiría nostalgia de un lenguaje pasado más auténtico, en el que determinadas palabras ostentarían un privilegio en virtud de un poder distinto de nosotros mismos. En definitiva, Heidegger sostendría que determinados léxicos están más próximos a algo transhistórico.

Derrida, en la interpretación de Rorty, trata de evitar que la teorización anule el ironismo (como sucede en Hegel, Nietzsche y Heidegger), y lo logra mediante una obra que en su última época se caracteriza por “privatizar” su pensamiento filosófico, eliminando la teoría para fantasear acerca de sus predecesores. Es decir, Derrida desarrolla un ironismo sin teoría, a través de obras en las que en lugar de llevar a cabo una redescripción de la tradición filosófica a partir del desarrollo de una teoría o léxico pretendidamente último, lleva a cabo esa redescripción explorando, de manera fantasiosa e imaginativa, posibilidades no pensadas nunca antes, a partir de dicha tradición. En última instancia, Derrida buscaría escribir obras inconmensurables con lo dicho anteriormente, sin pretensión teórica de alcanzar una supuesta naturaleza intrínseca del lenguaje, la historia, o de cualquier otro fenómeno. Con este giro, en opinión de Rorty, Derrida se asemejaría cada vez menos a Nietzsche y cada vez más a Proust.


Llegados a la tercera parte de la obra, se plantea la siguiente cuestión: ¿cómo compatibilizar la contingencia y la ausencia de criterios transhistóricos, con la defensa firme de una sociedad liberal? Más específicamente: ¿cómo sostener el deber moral de la solidaridad en un mundo contingente de léxicos inconmensurables? O, planteado en términos equivalentes: ¿cómo hacer compatible el ironismo con el liberalismo, entendido este último como la idea de que los actos de crueldad son lo peor que se puede hacer?

Rorty se rebela contra la idea de que la defensa de las ideas liberales es imposible sin asumir unos valores y naturaleza de las personas, intrínsecos y universales. Al contrario, según Rorty:

[…] una convicción puede continuar regulando las acciones y seguir siendo considerada como algo por lo cual vale la pena morir, aun entre personas que saben muy que lo que ha provocado tal convicción no es nada más profundo que las contingentes circunstancias históricas. (p. 208)

En nuestro actual contexto cultural, la apelación a una razón universal (Kant) o a una filiación común (hijos de Dios) para defender el deber de solidaridad con los otros, suena cada vez más artificial. Por ello, Rorty considera que no debemos defender la necesidad de crear un sentimiento de solidaridad más amplio sobre la base de algo (p. ej.: naturaleza humana, razón…) la solidaridad misma, pues en el momento en que se pusiera en duda ese “algo” anterior, adquiriría virtualidad la insinuación de Nietzsche de que el fin de la religión y de la metafísica representaría para nosotros el fin de nuestros intentos de no ser cruel.

De alguna manera, la obra de Rorty constituiría un alegato contra la afirmación de Dostoievski según la cual “si Dios no existe [póngase en lugar de Dios, la razón, la naturaleza humana, etc.], todo está permitido”.

En fin, a juicio de Rorty, no existe una manera no circular de defender la afirmación liberal de que la crueldad es lo peor que podemos hacer. Tan solo nos queda ser etnocentristas de una comunidad, de un nosotros, entregado a la tarea de ensanchar los lazos de solidaridad más allá de sí mismo.


Finalizo planteando una serie de cuestiones suscitadas por la obra de Rorty, pero que considero que no resultan suficientemente resueltas por el filósofo norteamericano.

Ante el fracaso de los diferentes intentos de fundamentación de principios morales, ¿no constituye la propuesta de Rorty un simple decisionismo, en función del cual la única fundamentación moral de la solidaridad, se basa en mi decisión de suscribir dicho principio, y en nada más? ¿No estaríamos ante una moral del “porque sí”, como justificación de cualquier creencia moral o ética? ¿No cierra una ética del “porque sí” toda esperanza a solventar las discrepancias morales entre comunidades por medios no violentos?

El actual contexto social y político, dominado por tendencias populistas apelan a las emociones a la par que desprecian las razones basadas en argumentos y en una noción de fuerte de verdad, ¿no reflejaría la plasmación práctica del ideal ironista rortiano? Y si ello es así, ¿de verdad cabe sostener que estamos mejor en términos de solidaridad? Es decir, ¿somos más liberales que nuestros antecesores no ironistas? Y si no somos más liberales ahora, ¿habrá servido para algo el convertirnos en ironistas?

  1. Richard Rorty (2017): Contingencia, ironía y solidaridad. Ed. Paidós.

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