Ateniéndonos a la segunda acepción del término que nos ofrece el diccionario de la Real Academia Española (RAE), debemos considerar “conservadora” a aquella persona favorable a mantener los valores y principios establecidos frente a las innovaciones.
Si entendemos que una definición no puede dar cuenta de todos los múltiples matices y complejidades que subyacen a un concepto con tantas connotaciones políticas y filosóficas, podríamos considerar que tal definición es razonable.
Sin embargo, el problema llega cuando nos fijamos en lo que, según la RAE, constituyen sinónimos de “conservador”. Aquí, la RAE menciona, entre otros, “tradicional”, “tradicionalista”, “derechista”, “reaccionario”, “retrógado”, o “carca”. Es evidente que la definición en términos neutrales que la RAE da al término “conservador”, no parece mantenerse en algunos de sus sinónimos.
Además, algunos de ellos como, por ejemplo, “reaccionario”, enfatizan no tanto la idea de conservar valores y principios establecidos frente a innovaciones, como el acto de oponerse a cualquier innovación.
El panorama semántico se hace aún más complejo si atendemos al antónimo que la RAE da para el término “conservador”. Señala la RAE que lo contrario de un “conservador” es un “progresista”, y define a este, en su primera acepción, como la persona de ideas y actitudes avanzadas.
Asistimos a esta maraña de significados y connotaciones en un contexto social que, por múltiples razones cuyo análisis merecería un tratado de sociología, atribuye un valor positivo a todo lo que suponga innovar, y que considera que avanzar es intrínsecamente bueno, aun cuando no esté del todo claro el rumbo y, mucho menos, el destino de dicho avance.
En este contexto, pues, el “conservador” se encuentra en una situación parecida al creyente en una sociedad secularizada. Parece que recae sobre él la obligación de justificar su postura, empezando por señalar qué es lo que quiere conservar y, lo que quizás sea más importante, por qué deberíamos conservarlo.
En su obra Cómo ser conservador1, el filósofo inglés Roger Scruton (1944-2020) afronta el reto de esclarecer en qué consiste ser un conservador. Y esta labor es llevada a cabo mediante dos estrategias. En primer lugar, señalando los rasgos esenciales que a su juicio caracterizan el pensamiento conservador. En segundo lugar, justificando qué es lo que resulta digno de conservar, en relación con los principales movimientos y fenómenos sociopolíticos (socialismo, capitalismo, nacionalismo, liberalismo, multiculturalismo, ecologismo, internacionalismo).
Es decir, Scruton intenta dar cuenta de las dos cuestiones que un conservador deberá responder para justificar su postura: ¿qué deberíamos conservar?, y ¿por qué deberíamos conservarlo?
Empecemos citando las propias palabras del filósofo inglés:
El conservadurismo surge de una situación que todas las personas maduras pueden compartir sin problemas: la percepción de que las cosas buenas son fáciles de destruir pero no son fáciles de crear. Esto es especialmente cierto de las cosas buenas que nos llegan como patrimonio común: paz, libertad, derecho, civismo, espíritu público, la seguridad de la propiedad y la vida familiar, en todas las cuales dependemos de la cooperación de otros al tiempo que carecemos de los medios para lograrlas por nuestra cuenta. (loc. 259)
Tres son los rasgos de las cosas que, según Scruton, deberíamos conservar. Se trata de bienes comunes, que afectan a todos los miembros de una comunidad; su sostenimiento en el tiempo requiere una labor compleja de cooperación entre múltiples agentes, y una vez destruidos, son muy difíciles de reconstruir.
Pensemos en el caso del civismo. El civismo supone que los ciudadanos se comportan de modo respetuoso con las normas de convivencia pública. Esa atmósfera de respeto supone un bien colectivo del que disfruta la colectividad en su totalidad, porque permite a cada individuo beneficiarse de las ventajas de vivir en una sociedad que respeta unas normas básicas de convivencia. Pero además, dicha atmósfera descansa sobre un equilibrio (en muchas ocasiones frágil) resultante de la cooperación y coordinación de acciones individuales de múltiples personas. La cooperación se rompe cuando algunos miembros del colectivo deciden no respetar las normas, y con ello dan lugar a una dinámica en la que el respeto por otros miembros del colectivo, deja de ser la estrategia óptima. Pensemos lo difícil que resulta que una persona respete unas normas mínimas de civismo en un entorno en el que nadie las respeta.
Rasgos similares (beneficio colectivo y necesidad de cooperación) caracterizan al resto de ejemplos que menciona Scruton, trátese del derecho, de la protección de la propiedad, etc.
Lo más importante es que los rasgos mencionados implican que el bien colectivo que se sustenta en la cooperación es muy frágil y vulnerable, a la vez que muy difícil de lograr.
Scruton no profundiza en este hecho, pero podemos pensar que cuando un bien colectivo depende del comportamiento coordinado de múltiples agentes individuales, la decisión por una parte del colectivo de apartarse de la conducta coordinada puede dar lugar a una dinámica en la que la cooperación entre los miembros del colectivo deje de ser a nivel individual una estrategia deseable.
Dicho en otros términos, cuando mi comportamiento colaborativo deja de ir acompañado de la expectativa de que los demás miembros del colectivo actuarán de modo recíproco, desaparecen buena parte de los beneficios que obtengo de cooperar y, por tanto, puedo entender que va a en mi beneficio propio dejar de hacerlo. Cuando esta percepción se extiende en el colectivo, el resultado es la destrucción del bien colectivo que se sustentaba en dicha colaboración, sea este una atmósfera de civismo, o la protección de un derecho.
Reconstruir una dinámica de cooperación desde cero supone la necesidad de crear un clima de confianza mutua que permita a cada individuo esperar que su comportamiento cooperativo será correspondido por el resto de miembros, y aquí reside la dificultad de reconstruir lo que previamente se ha destruido y, por tanto, lo que aconseja su conservación.
En ocasiones no somos conscientes de que muchas instituciones de las que disfrutamos son el resultado de un orden cooperativo labrado durante siglos. Es el caso del mercado.
Una visión excesivamente racionalista y utilitarista, puede hacer pensar que el mercado se sustenta únicamente en un intercambio entre particulares que resulta mutuamente beneficioso. Sin embargo, para que dichos intercambios tengan lugar y, por tanto, aporten un beneficio a cada una de las partes que participan en la transacción, es necesaria la existencia de un orden moral previo, que es fruto de una cultura, de unas virtudes y de unas costumbres. Citemos a Scruton:
Un mercado puede lograr una distribución racional de bienes y servicios solo allí donde existe confianza entre los participantes, y la confianza solo existe entre personas que se responsabilizan de sus acciones y están dispuestas a rendir cuentas a aquellos con los que tratan. En otras palabras, el orden económico depende del orden moral. (loc. 663)
Algo similar sucede en el ámbito de la filosofía política con las teorías del contrato social. Este tipo de teorías, desde Hobbes hasta Rawls imaginan un acuerdo entre los miembros de la colectividad por medio del cual los individuos renuncian a ciertos derechos o libertades a cambio de protección, seguridad y orden.
A menudo este tipo de teorías presuponen una primera persona del plural (un «nosotros”) precontractual, pero no dan cuenta de cómo es posible que, con carácter previo al contrato, pueda conformarse ese “nosotros”. Es decir, las teorías del contrato social no dan cuenta de la formación precontractual de los lazos mínimos necesarios para que los individuos de la colectividad se planteen siquiera llegar a algún tipo de acuerdo.
En otras palabras:
El contrato social surge a partir de un experimento mental, en el que el grupo de personas se reúne para decidir sobre su futuro común. Pero si están en posición de decidir sobre su futuro común es porque ya tienen uno, porque reconocen su mutua asociación y dependencia recíproca […]. (loc. 742)
A juicio de Scruton, los teóricos del contrato social escriben como si el contrato solo presupusiera una primera persona del singular en la libre elección racional pero, de hecho, el contrato presupone una primera persona del plural.
¿En qué consiste esa primera persona del plural? El plural de la primera persona condensa las relaciones de pertenencia y dependencia mutua que los individuos reconocen entre sí y que, no solo son previas al contrato, sino que conforman su misma posibilidad.
Scruton utiliza el término “pertenencia” (belonging) para referirse a los lazos y lealtades previas que hacen posible tanto el funcionamiento de un mercado, como la efectividad del contrato social.
La experiencia de pertenencia es capital en la argumentación de Scruton, no solo porque es previa al mercado y al contrato social, sino porque es condición necesaria para el propio orden social:
No puede haber sociedad sin esta experiencia de pertenencia, porque es la que permite considerar los intereses y necesidades de otros como asunto propio; la que me permite reconocer la autoridad de decisiones y leyes que debo obedecer aun cuando no me favorezcan directamente; la que me proporciona un criterio para distinguir quién tiene derecho al fruto de los sacrificios que mi pertenencia exige de quienes son meros intrusos. (loc. 762)
La experiencia de pertenencia no solo es previa a instituciones sociales como el mercado, sino que, tal como se desprende del argumento de Scruton, parece que escapa a la lógica del “razonamiento instrumental” que gobierna la vida del homo economicus. La pertenencia toma cuerpo en tradiciones y costumbres sociales que el conservador tratará de preservar ante los inevitables cambios, más allá de los cálculos racionales, consciente de que su valor descansa en posibilitar el orden social que permite el desarrollo de los individuos.
Retomemos el diccionario de la RAE. Tal como señalábamos anteriormente, la RAE propone al “progresista” como el antónimo del “conservador”, y define aquel, como la persona o colectividad de ideas y actitudes avanzadas.
Pero si nos atenemos al planteamiento de Scruton que he tratado de resumir, lo opuesto al conservador no viene del lado de las personas progresistas, sino de los revolucionarios y de los planificadores. Expliquemos esto con más detalle.
Siguiendo a la RAE, “revolución” es el cambio profundo, generalmente violento, en las estructuras políticas y socioeconómicas de una comunidad nacional (segunda acepción). Este cambio, según su cuarta acepción, es rápido, además de profundo.
Scruton señala:
Mediante su desprecio por las intenciones y emociones de quienes habían dispuesto las cosas, las revoluciones han destruido sistemáticamente el capital social acumulado, y los revolucionarios siempre los jutifican con un razonamiento utilitario impecable. (loc. 694)
El revolucionario hace una enmienda a la totalidad del orden y las costumbres sociales que han ido tomando forma en un lento proceso a partir de la interacción cara a cara de los individuos, y pretende sustituirlos por un orden elaborado a priori que se pretende imponer desde la cúspide de la sociedad.
El planificador, aunque no tiene por qué ser revolucionario, comparte con el revolucionario la idea de un cambio desde arriba. Hace un plan o proyecto, y trata de ejecutar su “obra” conforme a dicho plan.
Tanto el revolucionario como el planificador, convencidos de la deficiencia del orden y costumbres sociales que han sido fruto de un largo proceso de selección y adaptación, buscan su sustitución por un orden y costumbres elaborados de forma apriorística. Ello lo hacen, principalmente, con base en una racionalidad de tipo instrumental, ajena a los lazos y contenidos no instrumentales que, por lo general, conforman la esfera de “pertenencia” a la que nos hemos referido más arriba.
Aunque Scruton no profundiza en ello, detrás de la oposición entre conservadores por un lado, y revolucionarios y planificadores por otro, subyace una distinta concepción sobre el conocimiento, en la que ha abundado en muchas de sus obras Friedrich Hayek 2.
Para el conservador, las tradiciones sociales son auténticas formas de conocimiento (loc. 706). Las costumbres sociales condensan un conocimiento que es fruto de la interacción de infinidad de individuos a lo largo de periodos largos de tiempo, y cuya pervivencia se explica por su éxito adaptativo.
El revolucionario y el planificador, ante la incapacidad para dar cuenta de esas tradiciones y costumbres sociales en términos de racionalidad instrumental, atribuyen a las mismas un origen irracional y oscuro, que contrasta con los proyectos y planes por ellos proyectados, rebosantes de racionalidad.
El conservador es consciente de que el conocimiento se encuentra disperso en la sociedad, y de que no es posible que un individuo o grupo de individuos atesoren el necesario para dar cuenta del complejo orden social.
El revolucionario y, sobre todo, el planificador, consideran que un individuo o grupo de individuos pueden acumular el conocimiento necesario para el establecimiento de un orden social.
Este breve acercamiento a los planteamientos de Scruton permite poner de manifiesto, a mi entender, que la verdadera dicotomía no es la que se da entre conservadores y progresistas, sino la que enfrenta a conservadores con partidarios de la planificación o de la revolución.
Si esta conclusión es correcta, el progresista solo se opone de manera radical al conservador, cuando asume las tesis del revolucionario o del planificador. Pero en tanto esto no sea así, progresistas y conservadores disponen de un amplio campo de posible entendimiento, y pueda llegar a afirmarse, con Chesterton, que sólo a un crítico muy superficial le sería imposible ver el eterno rebelde que hay en el corazón del conservador.








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