En el año 2000 el premio Nobel de química Paul Crutzen propuso el término “Antropoceno” para designar una nueva era geológica que, tomando el relevo del Holoceno, caracterizaría nuestro tiempo presente como aquel en el que el ser humano se ha convertido en un agente geológico. Es decir, en el Antropoceno la acción del ser humano habría llegado a operar cambios en las dinámicas del sistema-tierra, siendo el calentamiento global y todos los fenómenos colaterales del mismo, ejemplos de ese poder de acción desconocido en épocas geológicas anteriores.
La bibliografía sobre el Antropoceno no ha hecho más que crecer desde entonces, involucrando tanto a científicos como a historiadores, filósofos, economistas, etc. La presente entrada tiene como punto de partida la lectura de un influyente artículo del historiador indio y profesor de la Universidad de Chicago Dipesh Chakrabarty quien, en 2009, estableció en buena medida los términos del debate sobre la repercusión que el Antropoceno supone para nuestras concepciones del tiempo, la historia y la libertad (Chakrabarty 2009).
La presente entrada, en la que propongo la metáfora de un tiempo escindido para pensar la nueva era del Antropoceno, surge mis reflexiones a partir del citado artículo.
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El sentido de nuestro presente como tiempo escindido
Propongo caracterizar el sentido de nuestro presente a partir de la noción de tiempo escindido. Mi tesis es que vivimos un tiempo escindido, porque a partir de la entrada en lo que se ha dado en llamar Antropoceno, el tiempo ha dejado de ser algo propio y exclusivo del ser humano, y ha pasado a ser algo compartido con la naturaleza. Pero este proceso no ha supuesto la desaparición del tiempo propio (humano), sino la conciencia creciente de vivir el presente en dos dimensiones del tiempo.
Habitualmente hablamos de “compartir nuestro tiempo” con otras personas con fundamento en el hecho de que dichas personas no son meras contemporáneas de nosotros. No se limitan a estar presentes simultáneamente a nosotros. Las personas con las que compartimos el tiempo son agentes que actúan e interactúan con nosotros en una dimensión temporal que nos envuelve a todos. Para decir que comparto mi tiempo con alguien tiene que darse una interacción con el otro, sin demoras o postergaciones, con carácter de simultaneidad.
Con la entrada en el Antropoceno, sugiero que el hombre adquiere conciencia de compartir el tiempo con la naturaleza. La conversión del hombre en agente geológico implica que debe compartir su agencia con el ecosistema natural, pues la naturaleza, tras la intervención del hombre, se ha convertido en un agente que interactúa generando efectos observables en el nivel de la escala temporal humana.
La dinámica de interacción hombre-naturaleza es muy compleja debido a los efectos los mecanismos de retroalimentación que, cuando son alterados hasta cierto punto de ruptura, abocan al sistema a dinámicas imprevisibles y caóticas (Servigne 2020, loc. 880). Ello hace que, en la medida en que el conocimiento humano de dichas dinámicas es limitado, la naturaleza se nos aparece como algo dotado de agencia y no reducible a relaciones causales de tipo lineal. Está por aclarar si esta agencia de la naturaleza responde a una limitación epistemológica del ser humano, o tiene un fundamento ontológico. Pero comoquiera que sea, desde un punto de vista fenomenológico, la naturaleza aparece al hombre del Antropoceno, como agente de acción. Hanna Arendt también parece apuntar a este proceso por el que la naturaleza se nos aparece como un agente, cuando señala que la acción del hombre sobre la naturaleza acaba proyectando sobre esta nuestro propio carácter impredecible (Arendt 1996, p. 70).
Una vez la naturaleza es dotada de agencia, y ha dejado de ser escenario inmutable de nuestro quehacer histórico, es decir, de nuestro tiempo, se abre una dimensión temporal nueva. Propongo llamar a esta dimensión el tiempo compartido, porque al igual que mi tiempo es compartido con otros agentes humanos, en el Antropoceno el agenciamiento de la naturaleza obliga a pensar en el tiempo que compartimos con la naturaleza.
Compartir el tiempo con la naturaleza, desde este punto de vista, significaría que los humanos y la naturaleza somos realmente contemporáneos, existimos en una misma época. Es en este sentido en que podríamos afirmar, con Chakrabarty, que la diferencia entre historia natural e historia humana colapsa (Chakrabarty 2009, p. 207; Muntadas y Alba 2022, p. 5). El tiempo compartido sería, por tanto, la manifestación de la continuidad del tiempo humano y el tiempo natural, pero no es reducible ni a uno ni a otro.
Sea que hablemos del colapso de la historia natural y la historia humana, o de la continuidad entre ambas, al caracterizar el sentido de nuestro presente como un tiempo escindido, quiero poner de relieve que el hombre del Antropoceno ha adquirido conciencia de un tiempo compartido con la naturaleza, sin abandonar la dimensión de su tiempo propio (historia humana).
El hombre habita simultáneamente el tiempo propio que toma la naturaleza como algo dado sometido al dominio utilitario del hombre, pero a la vez vive un tiempo compartido del que adquiere creciente conciencia como fruto, entre otros, de los fenómenos naturales desencadenados por el calentamiento global.
La agencia del hombre en su tiempo propio parece total, pero en su dimensión de tiempo compartido, esta se disuelve y el hombre se revela impotente. Es en este sentido que propongo interpretar la afirmación de Marina Garcés según la cual «Lo sabemos todo, pero no podemos nada» (Garcés 2017, loc. 26). La aparente paradoja que sugiere esta afirmación puede explicarse si adoptamos la doble perspectiva del tiempo propio y el tiempo compartido a que me he referido. Desde este punto de vista, saberlo todo en el tiempo propio, no garantiza poder hacer nada en el tiempo compartido. En realidad, el saber del que nos hemos dotado en el tiempo humano, y que ha mostrado su poder en la historia de la humanidad, resulta impotente para actuar en la dimensión del tiempo compartido con la naturaleza.
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Sujeto, historia y libertad ante un tiempo escindido
El carácter escindido del tiempo presente implica también una escisión en las nociones de sujeto, historia y libertad. El sujeto del tiempo propio no es el mismo que el sujeto del tiempo compartido con la naturaleza.
El Antropoceno y la escisión que el mismo introduce en el sentido de la historia suponen una ruptura frente a las dos concepciones de la historia que dominan, según Hanna Arendt, en la Antigüedad y la Modernidad.
La historia en la Antigüedad sería, según Arendt, una historia de hechos singulares y hazañas, que rompe como una línea recta, la uniformidad de los ciclos regulares de la naturaleza (Arendt 1996, p. 50). Es decir, en un escenario inmutable y cíclico, el hombre actúa introduciendo un sentido lineal que rompe la monotonía de la naturaleza eterna. La historia, en este contexto, es la forma de dotar de una cierta inmortalidad a la acción del hombre, que no por ello logra desprenderse de su carácter efímero.
En la Modernidad, la historia ya no consistió tanto en el registro de proezas y sufrimientos del hombre, sino que se convirtió, nos dirá Arendt, en un proceso global realizado por el hombre (Arendt 1996, p. 66). El hecho de que dicho proceso fuera obra del hombre era condición de posibilidad de su aprehensión por el historiador, en contraste con una naturaleza que, en ese momento, empezaba a percibirse como extraña e incognoscible.
Lo relevante, para nuestro punto de vista, es que tanto en la Antigüedad como en la Modernidad, las concepciones de la historia presentan un rasgo común. La naturaleza no aparece como ingrediente en la ecuación de la historia, bien porque se considera algo inmutable y eterno (ej.: Tucídides), bien porque al reconocer su carácter incognoscible, pierde todo interés para el historiador orientado a los procesos que son obra del hombre (ej.: Vico).
Por tanto, en la Antigüedad y en la Modernidad la historia presenta una única dimensión porque opera exclusivamente en el plano del tiempo propio, del tiempo humano. Es decir, el hombre de la Antigüedad y de la Modernidad no habría tenido una experiencia del tiempo escindido.
El Antropoceno, y el desarrollo tecnológico que ha conducido al mismo, introducen un cambio que ya Arendt apreció, al señalar que ahora la naturaleza ya no es algo ajeno cuyo conocimiento profundo nos está vedado en la medida en que no somos sus creadores.
En el momento en que se adquiere conciencia de que el hombre se ha convertido en un agente geológico (Chakrabarty 2009, p. 206), la historia no puede ser ya más, únicamente, la historia del tiempo propio, humano, sino que se abre una dimensión nueva, que da cuenta de la acción del hombre, pero también de la acción de la naturaleza. Esa naturaleza que en el Antropoceno aparece como dotada de agencia y que, por tanto, como señalamos más arriba, nos fuerza a compartir nuestro tiempo con ella.
Lo fundamental, no obstante, no es descubrir que el Antropoceno nos pone ante dos dimensiones del tiempo que habrán de ser tenidas en cuenta por el historiador. Lo más relevante, en nuestra opinión, es el hecho de que dicha escisión del tiempo problematiza nuestra noción de libertad.
En efecto, en el momento en que la naturaleza se piensa como un agente que comparte un mismo tiempo con el hombre, ya no es el hombre el que puede pensarse como ser libre en lucha contra lo Otro inmutable que representa la naturaleza sino que, como señalábamos arriba, citando a Hanna Arendt, la naturaleza aparece dotada de la impredecibilidad propia de la libertad que caracteriza a la acción humana.
Se abre, por tanto, una doble noción de libertad. Un tiempo escindido da lugar a una noción escindida de libertad. Tomando como referencia el tiempo del hombre, el tiempo propio, la acción libre encuentra su némesis en la oposición que la naturaleza muestra a las pretensiones del hombre. Pero una vez que adquirimos conciencia de la agencia de la naturaleza y de que nuestro tiempo es un tiempo compartido, esa noción tradicional de libertad conduce a conclusiones problemáticas.
Chakrabarty ilustra una de estas problemáticas cuando señala que «más libertad requiere más energía» (Chakrabarty 2015). Es decir, más libertad entendida como libertad del hombre frente a las constricciones de una naturaleza considerada inmutable —una naturaleza considerada como objeto pasivo de nuestra acción transformadora, requiere más energía. Esta concepción de la libertad, que opera con una lógica aplastante en el plano del tiempo propio supone, sin embargo, una amenaza existencial cuando se enfoca desde el punto de vista del tiempo compartido, debido al efecto que dicha libertad y la energía por ella requerida, suponen sobre el conjunto del planeta.
Retomando la metáfora conductora de mi exposición, podríamos decir que en el momento en que compartimos nuestro tiempo con alguien, nuestra libertad no puede ya ser la libertad del solipsista, sino que habremos de elaborar una noción de libertad que incluya al otro con quien compartimos. De modo similar, el Antropoceno nos pone en la tesitura de elaborar una noción de libertad que incluya la agencia de la naturaleza, con la cual compartimos nuestro tiempo. De otro modo, la libertad entendida solipsísticamente, como libertad del hombre frente a la naturaleza, abocaría al fin de las propias condiciones de posibilidad de esa misma libertad.
La escisión del tiempo en un tiempo propio y un tiempo compartido, y la correlativa escisión entre libertad propia y compartida esconden, no obstante, una importante asimetría. Quiero significar con esto que, si bien al hombre del Antropoceno le aparecen estas dos dimensiones, como no había sucedido antes en la historia, una y otra parecen operar con lógicas diferentes y, lo que es más importante, parece que la condición del hombre contemporáneo está atada de manera esencial a la lógica del tiempo y la historia propios, hasta tal punto que se revela como incapaz de toda acción en el orden del tiempo y la historia compartida.
En el tiempo propio, la historia del hombre parece responder a una lógica neoextractiva basada en la relación utilitaria con la naturaleza (Svampa 2019, p. 32). Esto resulta coherente con una noción del tiempo y de la historia, en las que la naturaleza aparece como fuente pasiva de recursos susceptibles de ser transformados. Desde este punto de vista, el neoextractivismo no es más que un ingrediente necesario del desarrollo tecnológico que ha posibilitado que lleguemos a disponer de los bienes y comodidades de que gozamos actualmente. La explotación neoextractivista que caracteriza el capitalismo contemporáneo ha sido la condición que ha posibilitado el sostenimiento de una población que actualmente alcanza los 8.000 millones de habitantes (Chakrabarty 2015).
Esta lógica neoextractiva, que opera de modo coherente en el plano del tiempo propio, choca con la perspectiva del tiempo compartido, en el que se pone de manifiesto su insostenibilidad. Es como si, en la perspectiva del tiempo compartido, tuviéramos acceso a las condiciones de posibilidad del tiempo propio. Solo en la dimensión del tiempo compartido, podemos garantizar las condiciones de posibilidad de un tiempo e historia propios. Pero, paradójicamente, si bien somos capaces de acción en el tiempo propio, somos impotentes en la dimensión del tiempo compartido.
Si entendemos la política como el ámbito de acción orientada a la libertad y la emancipación, podríamos decir que somos capaces de acción política en la dimensión del tiempo propia, pero dicha acción política no puede escapar de la lógica de dicho tiempo, que es una lógica extractiva, que desde el nivel del tiempo compartido se revela insostenible.
En conclusión, la dimensión escindida del tiempo que vive el hombre del Antropoceno obliga a pensar una nueva noción de libertad, que ya no puede responder únicamente a la lógica del tiempo propio, y ello hará surgir la siguiente pregunta: si el sujeto de la libertad en la historia humana, en el tiempo propio, es el individuo, el ser humano individual, ¿quién habrá de ser el sujeto de la libertad desde la perspectiva de un tiempo compartido por el hombre y la naturaleza?.
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¿Quién es nosotros?
El nosotros en el tiempo propio no es otro que el ser humano, la humanidad. El Antropoceno, sin embargo, supone que la naturaleza aparece dotada de agencia y, por tanto, lo natural se revela como sujeto dotado de poder de acción.
El agenciamiento de la naturaleza ha sido consecuencia inintencionada del poder de acción tecnológico del sujeto humano, pero ahora parece que dicho sujeto resulta impotente para llevar a cabo la transformación necesaria que revierta la condición actual de amenaza de extinción, pues esta requiere de una acción colectiva (Chakrabarty 2009, p. 208).
La incapacidad para actuar frente a los riesgos de colapso, que enfatiza la ya citada Marina Garcés, responde en mi opinión a que nos encontramos en una situación propia de lo que la teoría de juegos denomina “dilema del prisionero”, y que en cierto modo ya intuyó David Hume con su noción de tragedy of the commons.
Como señala Chakrabarty, los niveles de libertad y emancipación adquiridos por el ser humano han sido posibles gracias a la explotación de las energías fósiles, y la extensión de dicha condición de emancipación a porciones cada vez mayores de la población mundial, requerirá un consumo mucho mayor de dichas energías fósiles. En ese contexto, los incentivos de la acción individual del hombre y de la acción colectiva como humanidad o especie, divergen. El resultado es que la mejor estrategia de acción individual, una vez generalizada, conlleva el peor resultado colectivo.
En otras palabras, si bien el incentivo a nivel individual apunta a un mayor consumo de recursos para conseguir un mayor nivel de emancipación, en la medida en que dicho comportamiento se generaliza, el resultado colectivo es un daño aún mayor al planeta, y un mayor riesgo de colapso. Todo ello supondría la extinción de la colectividad, generando un resultado mucho peor para cada individuo.
En la teoría de juegos, la salida del “dilema del prisionero” requiere de la acción colaborativa de los individuos implicados, y ello se logra favoreciendo compromisos y esquemas de acción colectiva. Esto lleva a plantearse la siguiente pregunta: ¿bajo qué condiciones emergerá la cooperación en un mundo de egoístas no sujetos a una autoridad central? (Axelrod 1990, p. 3).
Transplantando la cuestión al contexto de nuestra discusión sobre el Antropoceno, podríamos preguntarnos: ¿qué condiciones deberían darse para que los seres humanos adopten un cauce de acción acorde con el objetivo de su supervivencia colectiva como especie?.
Para afrontar este problema, Donna Haraway propone el lema «make kin, not babies» (Haraway 2016, p. 103). Haraway considera que quizás, y solo quizás, y tras un fuerte compromiso y acción colaborativa con otros seres (lo que ella denomina “terrestres”), será posible que prosperen conjuntos de especies vivas que incluyan al ser humano (Haraway 2016, p. 101).
La propuesta de Haraway pasaría por pensar un nuevo sujeto colectivo, basado en el parentesco del ser humano con el resto de especies, de tal manera que la valoración de la acción del ser humano internalizara sus efectos sobre el resto de especies. No obstante, no está claro cuáles deberían ser las condiciones que posibilitarían tal cambio de paradigma en la concepción del sujeto.
Por su parte, Chakrabarty señala, creo que con razón, que la humanidad es algo diferente que la especie humana. La primera es abordable en términos de racionalidad y lógica histórica, pero la especie humana sigue un proceso de evolución ciego, tal como ha enseñado la biología desde Darwin. Y, además, no podemos dejar de ser homocentristas (Chakrabarty 2015). El historiador de origen indio parece ser pesimista respecto a la potencialidad de la noción de especie. En su artículo de 2009 acaba señalando que especie podría ser el nombre del punto de referencia para una nueva historia universal de los humanos que surge en el momento de peligro que constituye el cambio climático, pero acaba señalando que nosotros no podremos nunca comprender este universal (Chakrabarty 2009, p. 222).
Sea porque no están claras las condiciones de posibilidad del cambio de paradigma que parece proponer Haraway, o por el carácter incomprensible que parece afectar a la noción de especie como concepto operativo capaz de movilizar la acción humana, lo cierto es que el reto que para la acción colectiva supone el “dilema del prisionero” sigue plenamente vigente, mientras la posibilidad de un colapso podría estar cada vez más cercana.
A un nivel más teórico, estamos de acuerdo con Muntadas y Torrents (2002) en la necesidad de repensar la dicotomía hombre-naturaleza, historia humana-historia natural, explorando propuestas filosóficas que parecen superar dicha dicotomía, como parece ser el caso de la filosofía de Gilbert Simondon. Por mi parte, y desde puntos de vista a la vez científicos y filosóficos, creo que la obra de autores como el biólogo Francisco Varela (2016) o el filósofo Evan Thompson (2010), conforman una propuesta de interés. Estos autores toman como punto de partida la noción de sistemas autopoiéticos, que se caracterizan, entre otros factores, porque en ellos la identidad del sistema emerge a partir de la interacción con su entorno, sin que dicha identidad pueda ser reducida ni al sistema ni al entorno. Trasladada a nuestra discusión, ello supondría repensar la identidad de la especie humana como una identidad que no puede ser reducida a lo humano, sino que emerge en la interacción compleja de lo humano con lo no-humano y que, por tanto, trasciende el homocentrismo del que, como señalaba Chakrabarty, parece que no podemos escapar. Una identidad que emerge en la interacción del hombre con su ecosistema, y que no es reducible a términos humanos, ni a términos naturales, podría quizás ser una herramienta útil para pensar una identidad del sujeto a la altura de un tiempo compartido.
Fuentes citadas
Arendt, H. 1996. Entre el pasado y el futuro: ocho ejercicios sobre la reflexión política. Traducido por A. Poljak. Ediciones Península.
Axelrod, Robert. 1990. The evolution of co-operation. New York: Penguin.
Chakrabarty, Dipesh. 2009. «The Climate of History: Four Theses». Critical Inquiry 35 (2): 197-222.
Chakrabarty, Dipesh. (15 de junio de 2015). La condición humana en el Antropoceno. Conferencia en el CCCB. Barcelona.
Garcés, Marina. 2017. Nueva ilustración radical. Edición Kindle. Barcelona, España: Editorial Anagrama.
Haraway, D.J. 2016. Staying with the Trouble: Making Kin in the Chthulucene. Experimental Futures. Duke University Press.
Muntadas, Borja, y Torrents, Alba. 2022. «El futuro está por crear: temporalidad e imaginación en el Antropoceno». Artnodes. Revista de Arte, Ciencia y Tecnología, n.º 29 (enero): 1-9.
Servigne, Pablo, y Stevens, Raphaël. 2020. Colapsología. Edición Kindle. Arpa Editores.
Svampa, Maristella. 2019. «Antropoceno, perspectivas críticas y alternativas desde el Sur global». En Futuro presente: perspectivas desde el arte y la política sobre la crisis ecológica y el mundo digital, Primera edición, 19-36. Buenos Aires, Argentina: Siglo XXI Editores.
Thompson, Evan. 2010. Mind in Life. Biology, Phenomenology, and the Sciences of Mind. Harvard University Press.
Varela, Francisco J. 2016. Fenómeno de la vida. Santiago de Chile: J.C. Sáez Editor.








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